lunes, 28 de abril de 2014

Mi perro – Su perro
 
 En una revista de peluquería (cuando todavía tenia pelo) hablaban sobre las mascotas y su inteligencia.
  Solo quienes hemos convivido con una mascota como parte de la familia, entendemos de verdad lo que un “animal” significa, (en una reunión de consejo superior universitario  escuche contestar a un profesor: Muchas gracias, cuando en una fuerte discusión el vicerrector lo llamó  animal, y siguió;  para mí ser llamado así, lejos de una agresión  es un cumplido, de verdad se lo agradezco)
   La Beta tenía 10 años (humanos) cuando murió, era una ovejero belga y desde el  día que la destetamos de su mamá hasta hoy, que partió, el único conflicto que generó no dependió de ella; mi refinada esposa quería llamarla Greta y yo un asumido chico de barrio; Beta. Supo sabiamente aliviar desavenencias respondiendo a los dos nombres hasta que por fin se impuso beta, mejor aún; “la Beta”.
  Su estampa y pelaje negro y brillante sumado a su nítida e incisiva mirada  simulaban un lobo que inspiraba respeto, e incluso miedo a toda persona ajena al hogar limitaba así el ingreso a casa de solo su familia o de aquellos que por nosotros fuesen amablemente habilitados a pasar. De lo contrario era imposible ingresar (valor preciadísimo por estos días) sus ladridos y postura marcaban territorio infranqueable.
   Mis hijos no son de aquellos del tipo de andar compartiendo con la mascota sofá o comida en la mesa, pero supieron otorgarle respetuosamente su espacio en el hogar,  nada más ni nada menos que  el lugar del perro de la casa.
  Mi mujer se adjudicaba el rol que mejor desempeña, el maternal; se encargó siempre de alimentarla, higienizarla y del control veterinario.
  A mí  en cambio me tocaba la mejor parte, Beta y yo compartíamos  placer común: tres veces por semana nos lanzábamos en carrera juntos por el parque general San Martín – uno de los mas bellos del mundo- en variables travesías que duraban alrededor de dos horas. La complicidad había llegado a tal punto que de solo mirarla corría tras mis zapatillas sabiendo lo que venia. Cuando por algún motivo no podía llevarla yo sentía enormemente la falta de su compañía y ella en casa manifestaba la desilusión por  la falta de lo que con seguridad más disfrutaba.
   En principio íbamos al parque en un pequeño auto y no le importó, aprendió a superar cualquier atisbo claustrofóbico metiéndose de un salto en el baúl, luego comenzamos a trasladarnos en una espaciosa trafic que siempre tuve desprolija y sucia gracias a la perdida de su pelo y las marcas de sus siempre embarradas  patas, cosa que en la escala de valores nunca me preocupó,  eran nimiedades, al lado de lo que su compañía brindaba.
   Cuando compartíamos  esos paseos deportivos (parece mentira escribir en pasado apenas por un día)   con el optimismo que provee el movimiento en pleno contacto con la naturaleza, pensé en reiteradas ocasiones: cuánta sabiduría  encierra un animal y cuánto hay  para aprender de ellos.
   Nunca fue adiestrada,  el instinto, algunas pautas claras, y la imitación bastaron para ello
   A diferencia de cualquier ser humano -desde los más queridos hasta los más lejanos- supo aceptarme tal cual soy, así alimentó sanamente mi autoestima entregándome su afecto sin ningún tipo de condicionamientos.
   Cuando por algún motivo debía ausentarme de casa por unos días lo intuía y así me lo hacia notar con su mirada, se me ocurre debe ser ese asunto que los humanos llamamos  fidelidad,  algo así como hasta que la muerte nos separe, a ellos no se los dice nadie y lo entienden, a nosotros nos los repiten desde hace siglos  en todos los idiomas, todos lo credos y en todos los templos y todavía no lo aprendemos.  Al regresar me manifestaba sin retaceos ni especulación  cuánto me había extrañado, con esa franqueza  perruna que me hacia sentir irremplazable.
   Desde cachorrita supo cuidarse  especialmente de su peor enemigo: los autos y respetaba el pavimento más que cualquier niño de su edad equivalente. En cuanto a cuidarnos a nosotros, su familia, ya se los conté, del mismo modo en que nos  recibía moviendo la cola  se tornaba  una en una loba furiosa ante un extraño, su sola presencia era una garantía mayor que cualquier sofisticado sistema de alarma.
Del mismo modo en que dignificaba la vida, supo también hacerlo a la hora de morir,    n a t u r a l m e n t e decidida, ese día me miró diferente: no hagas nada, déjame buscar un rinconcito y ya está, partió.
Nosotros los humanos ( mientras más adultos más humanos…. o inhumanos depende el sentido que usted le quiera dar )  que de simples tenemos poco y enseguida lo complejizamos todo y para ello la culpa nos viene como anillo al dedo.Al ratito empezamos:  si le hubiésemos dado aquel otro remedio, si hubiésemos cambiado de veterinario, si no la hubiésemos dejado ese dos semanas  en las vacaciones……No, la perra lo demostró clarito y sin hablar; dignidad de vivir es también dignidad de morir y nuestra perra vivió y murió dignamente al promedio de la edad en que suelen partir los de su tamaño.
   Ya muerta como si poco nos hubiese regalado en vida, acariciándola mientras llorábamos con mi hijo más chico, siguió enseñando. Me  permitió sin peroratas presentarle de cerca la muerte al benjamín como parte del maravilloso ciclo de la vida.
“Mientras más conozco al hombre mas quiero a mi perro” dice una visión pesimista de nuestra especie al respecto del mejor amigo del hombre.
  El bohemio y legendario poeta brasileño Vinicius de Moraes en una de esas tantas noches de farra rodeado de amigos y  pasado en copas como acostumbraba dijo:-No hay duda  mis queridos;  el whisky es el mejor amigo del hombre - ante la replica de uno de los músicos que defendió al perro como el más fiel de los amigos, jocosamente y  tratando de no echarse atrás en su aseveración  respondió en su irónico estilo: esta bien….Entonces consideremos el whisky como  “perro embotellado”. Ocurrente Vinicius que con su irrefrenable libertad todo se permitía, sin embargo prefiero concluir estas líneas no humorísticamente sino de un modo más serio y pesimista  en palabras del gran poeta italiano Gicomo Leopardi. En uno de sus poemas el  pastor envidia a sus ovejas por carecer estas de pensamientos:
“Las bestias no conocen el futuro y la muerte para ellas es un hecho más, como la lluvia o el viento… es el programa natural que les otorga la vida: comer, descansar, aparearse, criar la prole y luego abonar la tierra con el propio cuerpo ya muerto”.

 No es precisamente de los humanos  sino de estos animales donde verdaderamente se aprende de forma natural el ciclo vital, ya sea  de la mano de Dios o de la mano de Darwin como usted más le guste. 

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