¿Bendita herencia?
A la herencia no hay con que darle, en ocasiones la dote
familiar nos impone un legado que no podemos dejar de aceptar.
Un ejemplo contundente son los conflictos de generaciones
anteriores que nos llegan como un
paquete, sin comerla ni beberla en lo
más tierno de nuestra infancia o adolescencia nos vemos privados de compartir, incluso el saludo a parientes
cercanos, en una etapa en que de ninguna forma estamos preparados para digerir
las locuras del mundo adulto.
Entre los abusos que cometemos los grandes con los niños
este no es uno menor por la impronta que en un chico dejan como marca las
peleas.
No sólo en lo personal me tocó vivirlo sino que particularmente tomé conciencia de
la dimensión del asunto cuando lo vi en
otros. Una joven amiga (ya casada y con hijos) me confesó con ojos
vidriosos el dolor que durante años padeció con un primo mayor (que en el caso
oficiaba como el hermano varón que no
tuvo) a quien de buenas a primeras, por disputas en familia, se vio
abruptamente obligada a dejar de saludar. Con el recrudecimiento de una herida que sangraba
cada vez que se encontraban; al
negarse entre sí un afecto mutuo que les
pertenecía ya no solamente por
parentesco.
Respecto de la herencia
existen unos cuantos males que pasaremos a los venideros como condena
genética difíciles de manejar, por
ejemplo casos de diabetes, exceso de colesterol o predisposición a la obesidad
(por decir algo de lo netamente físico), sumado a conductas psíquicas y temperamentales indeseables que vienen en el paquete y no hay
con qué darle.
Pero comunidad adulta: ¿Con qué derecho un dilema familiar;
comercial o lo que fuera entre parientes debe ser transferida en forma de
rencor a nuestros herederos? ¿Privarlos
de compartir lazos tan saludables y necesarios sobre todo cuando se es joven?
Como este, existen otros execrables ejemplos que no corresponden al orden de la genética y sí al de la absurda imbecilidad
del mundo adulto y que bajo ningún concepto debiéramos transferir a la pueril
descendencia.
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