jueves, 29 de abril de 2010

¿Aprendiendo a vivir?

  Sin desmerecer lo que se estudia, lo que nos cuentan, lo que se escribe o lo que se dice, lo que nos hace visceralmente humanos es aquello que deja de pertenecer al  terreno de lo teorizado para pasar a formar parte de aquello que se ha vivido.
  En el caso de que usted tenga alumnos, fácil es comprobarlo,  y si por alguna razón los discípulos fueran sus hijos la cosa se torna más evidente aun: la simple atención que despertamos en quienes nos escuchan cobra una dimensión absolutamente diferente, cuando lo que estamos trasmitiendo está cargado de vivencia
 Una cosa es que nos la cuenten,  y otra muy distinta es que lo hayamos vivido. Es la conocida expresión de quienes por haber pasado por aquello de lo que se está hablando exaltan efusivos: “A mí que no me la cuenten”; una cosa es hablar del cáncer y otra haberlo padecido, una cosa es manifestarse respecto del aborto y otra es como mujer haber pasado por la experiencia (y la decisión), una cosa es opinar sobre las dictaduras y otra haber sido víctima directa de sus vejaciones
             Interesante sería que pudiésemos aprender de la experiencia ajena, pero en ese sentido hay algo como especie que nos impide aprovechar la experiencia y  capitalizar  lo que a otros sucede.
  A propósito de situaciones límites ajenas  el día fue contundente. Una larga tarde en la sala de espera del médico me permitió ver a muchos pacientes en estado severamente delicado, el color de sus rostros y la manera de desplazarse mostraba a  personas de diferentes edades pasando por ese trance que expone a las claras que se esta  entre la vida y la muerte,  presenciar situaciones como estas (seguramente a usted también le ha sucedido alguna vez) nos sacuden e inquietan , allí en plena sala de espera la idea que comenzó a rondarme  la cabeza fue la de cuantos momentos desperdiciados no debieran serlo cuando se está plenamente sano…vital.
  Enseguida salí del consultorio  (algo decepcionado porque luego de tanta espera no fui atendido por una urgencia del  profesional, igual iba por un chequeo prostático y en el fondo me alegré de haberme salvado de ser inspeccionado por ese lugarcito tan íntimo e inviolable para algunos de nosotros ) mientras cruzaba por la hermosísima plaza Independencia empecé a pensar en  los lugares por los que quisiera viajar en lugar de estar presente allí donde estaba (ausentándome de aquel extraordinario espacio que pisaba, en esa forma caprichosamente humana que tenemos de querer estar donde no se está)  entonces cerré los ojos y sin interrumpir la caminata, así sin ver,  pensando en como viven los ciegos me deje impregnar por los olores  y el sonido – ya por tercera vez- volví a reflexionar: ¿pero es que acaso hay que ser ciego para  conseguir valorar y apreciar de veras los aromas y sonidos del maravilloso territorio en que se habita?
  Por último me tocó brindar asistencia profesional  al joven  hijo de un amigo que se encuentra en  estado de coma profundo desde hace un año por un accidente automovilístico, mientras lo miraba tan lindo y robusto me parecía imposible el más probable de sus diagnósticos; mientras viva,  no logrará salir de esa ausencia dada la dimensión del traumatismo encéfalo craneal recibido.
             Entonces otra vez  la mente  elucubrando; esta vez  pensando en mis propios hijos y en cuántas veces no apreciamos ni valoramos lo que sus vidas nos dan, su afecto, su atención, su dialogo, y nos extraviamos en objetivos que nos impiden ver lo que hay, lo que se  nos regala cotidianamente, los verdaderos milagros del día a día, tan simples, tan reales,  tan ignorados

¿Hay forma de aprender a vivir?

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