¿Aprendiendo
a vivir?
Sin desmerecer lo que se estudia, lo que nos
cuentan, lo que se escribe o lo que se dice, lo que nos hace visceralmente
humanos es aquello que deja de pertenecer al
terreno de lo teorizado para pasar a formar parte de aquello que se ha
vivido.
En el caso de que usted tenga alumnos, fácil
es comprobarlo, y si por alguna razón
los discípulos fueran sus hijos la cosa se torna más evidente aun: la simple
atención que despertamos en quienes nos escuchan cobra una dimensión
absolutamente diferente, cuando lo que estamos trasmitiendo está cargado de
vivencia
Una cosa es que nos la cuenten, y otra muy distinta es que lo hayamos vivido.
Es la conocida expresión de quienes por haber pasado por aquello de lo que se
está hablando exaltan efusivos: “A mí que no me la cuenten”; una cosa es hablar
del cáncer y otra haberlo padecido, una cosa es manifestarse respecto del
aborto y otra es como mujer haber pasado por la experiencia (y la decisión),
una cosa es opinar sobre las dictaduras y otra haber sido víctima directa de
sus vejaciones
Interesante sería que pudiésemos aprender de la
experiencia ajena, pero en ese sentido hay algo como especie que nos impide
aprovechar la experiencia y
capitalizar lo que a otros
sucede.
A propósito de situaciones límites
ajenas el día fue contundente. Una larga
tarde en la sala de espera del médico me permitió ver a muchos pacientes en
estado severamente delicado, el color de sus rostros y la manera de desplazarse
mostraba a personas de diferentes edades
pasando por ese trance que expone a las claras que se esta entre la vida y la muerte, presenciar situaciones como estas
(seguramente a usted también le ha sucedido alguna vez) nos sacuden e inquietan
, allí en plena sala de espera la idea que comenzó a rondarme la cabeza fue la de cuantos momentos desperdiciados
no debieran serlo cuando se está plenamente sano…vital.
Enseguida salí del consultorio (algo decepcionado porque luego de tanta
espera no fui atendido por una urgencia del
profesional, igual iba por un chequeo prostático y en el fondo me alegré
de haberme salvado de ser inspeccionado por ese lugarcito tan íntimo e
inviolable para algunos de nosotros ) mientras cruzaba por la hermosísima plaza
Independencia empecé a pensar en los
lugares por los que quisiera viajar en lugar de estar presente allí donde
estaba (ausentándome de aquel extraordinario espacio que pisaba, en esa forma
caprichosamente humana que tenemos de querer estar donde no se está) entonces cerré los ojos y sin interrumpir la
caminata, así sin ver, pensando en como
viven los ciegos me deje impregnar por los olores y el sonido – ya por tercera vez- volví a
reflexionar: ¿pero es que acaso hay que ser ciego para conseguir valorar y apreciar de veras los
aromas y sonidos del maravilloso territorio en que se habita?
Por último me tocó brindar asistencia
profesional al joven hijo de un amigo que se encuentra en estado de coma profundo desde hace un año por
un accidente automovilístico, mientras lo miraba tan lindo y robusto me parecía
imposible el más probable de sus diagnósticos; mientras viva, no logrará salir de esa ausencia dada la
dimensión del traumatismo encéfalo craneal recibido.
Entonces otra vez la mente
elucubrando; esta vez pensando en
mis propios hijos y en cuántas veces no apreciamos ni valoramos lo que sus
vidas nos dan, su afecto, su atención, su dialogo, y nos extraviamos en
objetivos que nos impiden ver lo que hay, lo que se nos regala cotidianamente, los verdaderos
milagros del día a día, tan simples, tan reales, tan ignorados
¿Hay
forma de aprender a vivir?